
NN nena
Dice la causa que fui dada en adopción tras haber sido “abandonada” por mi madre. Dicen los documentos que todos dijeron que “nadie sabía quién era mi padre”. (Sin esas mentiritas no hubiese sido posible.) Decían que necesitaba documentos para ir a la escuela. Decían que necesitaba documentos para “existir”, para “ser alguien”. (Mientras tanto, ¿qué era?)
Marisol
Los papeles decían “NN nena”, pero el personal a cargo de los niños de la Casa Cuna, tras una votación, decidió llamarme María Soledad. Marisol fue mi nombre de fantasía. (El otro nombre postulado, que sacó algunos votos pero no ganó, fue Beatriz.) A pesar de los años que pasaron, allí todavía se acuerdan.
El relato es uniforme. Las empleadas más antiguas dicen que sería imposible no recordar, porque fue notorio y comentado que el mío no podía ser un caso normal de abandono.
Lo particular, que me hacía un bebé atípico, diferente de los otros chicos de ese lugar, era que a mí me gustaba jugar y hacer gracias. Yo era totalmente distinta del promedio de niños institucionalizados, generalmente maltratados, víctimas de violencia familiar, desnutridos, provenientes de un medio de extrema pobreza o, cuando no, directamente abandonados. Se notaba que había sido una beba amada, cuidada, estimulada. No me gustaba nada el silencio del pabellón por la noche.
A la hora de ir a la cama a dormir, chillaba y lloraba, aterrada de angustia. Entonces, para evitar que despertara a los demás chicos y se generalizase la histeria, la señora Ñati, directora del establecimiento, me llevaba al sector del mismo edificio en que vivía junto con su familia, a dormir con ellos. Noche tras noche, se fueron encariñando.
Transición
Ángela Raboy, hija solamente de la madre, decía el papel. Y el juez (sin buscar a mi madre) me puso provisoriamente a cargo de la abuela Tere, la mamá de mi madre. Ella, en ese momento, prometió a la otra parte de la familia que me criarían juntos. Después no pudo hacerse cargo. Ni de mí, ni de ellos. Ni de la crianza, ni de la promesa. Habrá sido por miedo, o por la edad, o por su enfermedad, o para evitar un mal mayor, nuevas pérdidas, no lo sé.
Lo cierto es que los unos se reunieron y en secreto de los otros decidieron qué hacer conmigo. Hasta la casa Urondo en Merlo del Oeste llegó solamente un rumor: otra gente iba a adoptarme, cortándonos, dejándolos fuera, alienándonos, arrancando el fruto verde, implantándome en otro árbol de diferente especie y genealogía. Una prima de mi madre interesada en tener familia, con un marido que parecía estricto.
Que se cierra, se cierra, se cerró.
Un discurso hermético. “Todo legal y de buena fe.” “Queríamos lo mejor para vos.” “Era necesario.” “No fue fácil, pero fue lo mejor.” Sin duda, lo mejor para quienes decidieron. Los otros, los que no pudimos elegir, los que quedamos en desventaja todavía tenemos derecho de decir nuestra parte y fundamentar el descontento. Porque aún no comprendo lo legal sin lo legítimo. Porque había otras opciones. La adopción no solo no fue lo mejor, no estuvo nada bien.
Adoptados adaptados
El adoptante acciona, construye su deseo. El adoptado es asignado como una cosa. No hay reciprocidad. Los padres no son entregados a los niños, ni siquiera en un gesto simbólico. Un juez los impone (y digo juez, en el más prolijo de los casos) dándole poder a una sociedad de personas adultas, sobre otra persona vulnerable y dependiente.
Se le da entidad a ese vínculo. Se sellan las jerarquías internas. Los padres siempre serán padres. El hijo siempre estará por debajo. Los padres habrán realizado su elección y su deseo de ser padres. ¿Y el hijo adoptado? Con suerte se habrá adaptado. Será un buen hijo, estará agradecido por siempre… y comerán perdices, como en los cuentos.