PARTOS HOGAREÑOS: ENTRE LA LIBERTAD Y LA CIENCIA

Las modas, el deseo de sentirse “naturales” o la necesidad de decidir sobre sus cuerpos llevan a muchas mujeres a parir a sus hijos en sus casas y asistidas por mujeres que a veces no tienen más formación que su experiencia. ¿Son imprudentes? A lo largo del artículo, el autor se pregunta por las concepciones actuales del nacimiento y por los efectos de la atención hospitalaria y masiva del traer a la vida.
 
Por Federico Czesli
Maia y Hernán son argentinos. De Buenos Aires, universitarios los dos, él de 35 y ella de 34, una pareja consolidada de decisiones responsables y meditadas. Como trabajan a distancia, por internet, empezaron a buscar un lugar para vivir fuera de la ciudad que les permitiera alejarse del ruido y el caos porteño.  Así pensaron en la bonita provincia de Córdoba, y después de recorrer distintas localidades se asentaron en la zona de Traslasierra, donde encontraron una casa entre Villa Las Rosas y San Javier.
Y quedaron embarazados, algo que ya venían buscando. “Nuestra fantasía sobre cómo se tiene un bebé pasaba por ir a una clínica ligada a la prepaga o la obra social, y a los tres o cuatro días irnos con un bebé en brazos”, explica Hernán. De modo que la primera idea que barajaron fue volver a Buenos Aires, donde contaban con cobertura, conocían una clínica privada y tenían referencias de obstetras.
Sin embargo, durante los meses siguientes cambiaron radicalmente de idea, se quedaron en Villa Las Rosas y decidieron tener a su hijo, Ulises, en su casa, acompañados por una partera que asiste a domicilio. Por supuesto, contra la opinión de familiares y amigos.
Esta podría ser una nota sobre la pareja que rompe con las estructuras tradicionales y tiene a su hijo de manera “natural”. Y todo tiene un final feliz y entonces la moraleja es la bondad de las prácticas alternativas de nacimiento, lejos del hospital y quizás, por qué no, abajo de árbol o al lado de un río. Pero no. Se trata de tomar el caso para observar las concepciones actuales del nacimiento, de preguntarse si por ser realizado en hospitales adquiere un tratamiento similar al de una enfermedad, o qué efectos produjo la atención masiva y democratizadora, la necesidad estatal de asegurar la vida.
En Traslasierra existe una larga tradición de mujeres que atienden partos hogareños. Técnicamente se las denomina “parteras empíricas”, porque aprendieron en la práctica. Ninoshka, “la Nino”, es una de ellas, quizás la más conocida en la zona. Con 67 años dice que se acaba de retirar porque es una actividad muy desgastante, pero atendió partos durante más de 35 años, también en otras provincias.
“Toda la vida me convocaron de boca en boca. Viajaba por todo el país, desde Neuquén a Jujuy, y me iba, estaba quince días antes de la fecha del parto y me quedaba muchos días después, cuidando a la madre. Lo que pasa es que en la época en que yo empecé en los hospitales recibían mucho maltrato. Por suerte las cosas cambiaron, cambiaron mucho, y ahora las madres tienen posibilidades de elegir cómo los quieren tener, que el padre esté en el parto o de que si una no quiere que hagan determinadas cosas no te las hagan, como la episiotomía –el corte de la vagina para evitar un desgarro –, que antes se hacía sí o sí”.
La atención de nacimientos se cruzó en su vida a los 18 años. Estamos a comienzos de la década del sesenta y una situación familiar complicada la empuja a terminar libre la secundaria e irse de viaje al Amazonas. Allí, en el medio de la selva se cruza con una pareja de europeos que comienza con el trabajo de parto y Ninoshka era la única que estaba para atenderlos. Y  aunque no sabía nada de partos, ni siquiera del idioma de aquella dupla, todo salió bien.
Cuatro años después tuvo su primer hijo, en una clínica, y al sentir el maltrato comenzó a pensar que no había necesidad de que las cosas fueran de esa manera. “Entonces decidí realmente que quería investigar y probar otro tipo de cosas, ver de qué manera se podía… no dejar la medicina de lado, pero sí conjugarla con los modos ancestrales”, explica, y asegura que no reniega de la ciencia porque hay partos de riesgo que se tienen que tener en los hospitales. “Y uno necesita de los médicos, pero no todos los partos son de hospital. Creo que el 90 por ciento de las mujeres podría tener normalmente en sus casas”, sostiene.
Desde su punto de vista, lo que las mujeres buscan fuera de las instituciones es, en definitiva, tener a sus bebés tranquilas y como sienten que debe ser. “Si vas a una institución donde las personas te dan confianza, vas a seguir yendo. El problema es que si en el lugar donde vivís vas a un lugar y esas personas no te están dando la bolilla o la contención que necesitás, empezás a pensar que tienen que venir otras. Es el momento más importante en la vida de una mujer y necesita mucha contención, sobre todo de mujeres que sepan lo que está pasando para que le den confianza, seguridad”.
 
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Maia recuerda que cuando llegaron a Villa Las Rosas se enteraron de que muchísima gente había realizado su parto de manera hogareña, que era una situación muy común. Pero a ella le daba miedo. “Entonces lo primero que hicimos fue ir al dispensario, una salita de atención con médico clínico, un ginecólogo, un pediatra. Y el obstetra nos dijo que había dos formas, una dentro del sistema y las instituciones, y la otra con parteras, más la posibilidad de tenerlo en casa”.
Ese obstetra resultó ser nada menos que Ramiro Papera, el Jefe del Servicio de Tocoginecología del Hospital de Villa Dolores, la institución de la zona con mayor infraestructura. Para Hernán su discurso fue sorprendente, porque creía que se trataba de mundos separados: “Imaginábamos que todo lo que no es institucional es clandestino, pero no, el doctor nos dijo que había gente piola, e incluso que su mujer trabajaba con una partera, Ana María, que era súper responsable y en la que él confiaba”.
Lejos del entusiasmo o la credulidad, Hernán pensó que el negocio de la medicina se había extendido hasta el parto hogareño y que la obstetra de la clínica tenía un negocio paralelo con una partera. “En ese caso entrábamos en un manoseo que no buscábamos, porque antes que lo institucional, lo que no queríamos era comprarnos el negocio de los partos: ni la hotelería cinco estrellas, ni toda la garantía por escrito ni el marketing alrededor”, rememora.
De todos modos se animaron y agendaron un encuentro con Ana María, que atiende en Mina Clavero. Cuando se encontraron, Maia quiso marcar la cancha y le advirtió que no quería un parto hogareño. “Pero ella me respondió que estaba todo bien, que nadie me iba a decir qué tipo de parto iba a hacer y que eso lo iba a decidir yo”, cuenta. Hernán intercede: “…y nos propuso que en los seis meses que restaban hiciéramos un trabajo de encontrar el parto que más tenía que ver con nosotros, atravesando todos los prejuicios, exigencias e imaginaciones. Y que estaba tan bien si a ella la dejaba tranquila tener un parto por cesárea en una clínica como tenerlo debajo de un árbol cantando mantras. Lo peor que podía pasar era tener un parto en casa con miedos, y se trata de descubrir qué es lo que hay adentro de uno”.
 
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“Mis orígenes son muy humildes, de Puente La Noria. En una época toda la orilla del Riachuelo eran fábricas y ahí se hizo un barrio de obreros. Mi papá se puso una carnicería que también era almacén, ramos generales, de todo, así que yo era la hija del carnicero. Más tarde mis padres me estimularon a estudiar y así llegué a la universidad, a la Facultad de Medicina de La Plata. Y en el segundo año de cursada me fui acercando a un hospitalito que estaba a diez cuadras de mi casa, era como un dispensario pero con ocho camas de internación. Era 1979, 1980 aproximadamente, y empecé a reconocer el lenguaje de la gente con la que yo había nacido”.
Ana María Ruiz, hoy de 54 años, partera en el Hospital de Mina Clavero y también domiciliaria, lleva en la memoria las actitudes de los médicos que venían de otros barrios, con otras estructuras familiares y costumbres. “Les preguntaban a los pacientes nombre, edad, domicilio, y algunos contestaban que no sabían, que no tenía nombre su calle. Y el médico: ‘¿Cómo no sabés el nombre de la calle en que vivís?’, con una prepotencia y un desconocimiento hacia el otro absolutos, sin reconocer que podía haber otras realidades. En ese contexto yo descubría, sin embargo, que me podía comunicar de manera fluida con los pacientes. Y en este trabajo tenés que tener todos los canales de diálogo abiertos: la mirada, el oído, el olfato, todos”.
Mientras tanto había logrado comenzar sus prácticas en la Maternidad Sardá, donde observaba la mecánica de un sistema de partos masivos. “Hoy cambió un poco, pero la primera visión que tuve del sistema fue cruel, me incomodaba mucho y en ese momento no lo entendía, porque a la vez estaba haciendo algo que me gustaba mucho. Era como ver una fábrica donde todo era automático, donde la gente apretaba un botón o movía una palanca. En ese momento era colocando sueros y medicación, y corra otra, corra otra, corra otra. Entonces iba a Sardá y veía todo ese sistema tan distante, y volvía a ese hospitalito y podía estar en comunicación con las madres: hola, qué tal, cómo estás, cómo te llamás, tomarles el tiempo”.
Esta partera que a la fecha atendió más de diez mil nacimientos explica que su tarea implica correrse del lenguaje propio y acercarse al ajeno. “Cuando uno tiene un trabajo que es acompañar y escuchar al otro, tenés que fluir con la vida del otro. En el caso de la mujer que porta un bebé es ser respetuosa de sus sentimientos, de sus ideas. Uno puede tener sugerencias, pero en realidad las decisiones las toma el otro y uno manifiesta su conocimiento si ve un riesgo. Ahí sí pone lo que uno ha estudiado, la experiencia que uno tiene. Pero después se trata de un acompañamiento con la sabiduría que uno tiene y el cuidado, la responsabilidad del cuidado”. 
 
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“Personalmente mi idea seguía siendo ir a una clínica privada, porque era lo que yo tenía en la cabeza y siempre había visto a mi alrededor”, cuenta Maia. Así como empezaron a armar un plan de parto, Ana María los invitó al taller Mama Quilla, unas reuniones para embarazadas que hacían todos los sábados en Mina Clavero en el que se practica una hora de gimnasia y otra, de charla con mate y bizcochitos para hablar de miedos, experiencias, de sensaciones. “A esas reuniones podía ir cualquiera, no sólo las que se atendían con ellas. E incluso, antes era privado y desde hace poco lograron que lo apoyara el municipio de Mina Clavero, lo cual también te da la pauta de que Ana María estaba lejos del negocio del parto”.
De esa manera fueron estableciendo una relación más estrecha con la partera y su equipo, que está conformado por una asistente, Florencia, y una “doula”, Carmen, una psicóloga que da contención emocional. Aunque la ansiedad por tomar una decisión los carcomía, la recomendación era que esperaran, que aún quedaban cuatro meses por recorrer y de los que había que aprender.
Por ejemplo, había que conocer los establecimientos de la zona uno por uno. “Hablen con la gente, miren el lugar, siéntanlo”, recuerdan que les sugirieron. Y así hicieron, intentaron salir de la generalidad de pensar “nace en hospital” a buscar específicamente en cuál sería. “El Hospital de Villa Dolores está bueno, realmente. Pero una de las cosas que nos empezó a interesar es qué pasa con el papá durante el trabajo de parto, porque acá sabíamos que muchas veces no se cumple la ley. Y lo consultamos con las enfermeras y nos dijeron que en general intentan que el padre esté presente, pero que muchas veces no es posible, que depende del médico y de las enfermeras. Además, en el posparto hay un horario de visita, que es tan sólo de 3 a 4 de la tarde y que también afecta al padre”.
Asumieron que el hospital público era una buena opción de base, gratuita y con buena infraestructura. Pero no era lo que deseaban. Fueron entonces a la clínica privada, “…a pedir presupuestos, fuimos”, acota Hernán, “y sorprendentemente descubrimos que la diferencia entre parto natural y cesárea era menor al 10 por ciento”.
Como allí el padre sí podía estar presente durante todo el tiempo, consideraron que también era una buena opción, aunque paga, de modo que escribieron a la empresa de medicina que tenían en Buenos Aires para pedirle que reintegraran el costo. Y aunque esperaban una respuesta negativa, la Junta Médica dio un veredicto favorable. De modo que ahora todo se encaminaba hacia la clínica privada y ya no hacia una mudanza a Buenos Aires. Pero claro, todavía faltaban varios meses.
 
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Una de las principales voces opuestas al nacimiento hospitalario es la de Casilda Rodrigañez, pensadora española que en su conferencia “Recuperando a la mujer prohibida” sostuvo que estos cambios fueron producto del surgimiento de la sociedad falocéntrica: “Hace 4 o 5 mil años, el poder de un colectivo de hombres creó una sociedad basada en el sometimiento de la mujer. Este sometimiento incluía de una manera muy especial su sometimiento sexual; es decir, se creó una sociedad basada en la violación sistemática de los deseos de la mujer (…) Las mujeres perdieron sus costumbres, sus reuniones, sus bailes voluptuosos, sus baños sensuales compartidos entre hermanas, madres, tías, abuelas, el cuerpo a cuerpo con sus criaturas… Perdieron la maternidad nacida del deseo y guiada por el placer de sus cuerpos”.
Respecto del parto, y en una de sus tesis fundamentales, Rodrigañez lo concibió como un episodio de la vida sexual de la mujer. “El parto con dolor, con el útero espástico, y la maternidad robotizada, sin el impulso del deseo, fue el gran logro de la paralización de la sexualidad de la mujer. Si en la era prepatriarcal la organización social se vertebraba a partir de la libido femenino-materna, su eliminación fue el requisito previo para levantar la sociedad patriarcal”, resaltó. 
En ese sentido, no sólo indicó que la fisiología del parto está prevista para funcionar a partir de la emoción erótica sino que afirmó que existen los partos con placer y orgásmicos. “Para forzar el desencadenamiento del parto, la Medicina tiene que fabricar en laboratorio la oxitocina (que nos inyectan con los famosos goteros), la hormona llamada ‘del amor’ que se segrega naturalmente con la excitación sexual, porque no han encontrado otra cosa que abra el cérvix”.
Desde su punto de vista, como se trata de un acto sexual es preciso un espacio de intimidad que permita a la mujer abandonarse a la emoción y a la relajación, opuesto al hospitalario. Y puso el foco en un elemento naturalizado: la postura de parto. “El decúbito supino [parir recostada boca arriba] es una posición contraria al parto: el canal de nacimiento se estrecha y se alarga, y además la posición horizontal va en contra de la fuerza de gravedad; pero sobre todo, en esa posición la mujer no puede hacer fuerza con los músculos pélvicos. En cambio, en cuclillas se puede hacer toda la fuerza necesaria con los músculos pélvicos para impulsar el avance del bebé, el canal de nacimiento se acorta y la salida va a favor de la fuerza de la gravedad. Parir en decúbito supino supone alargar el parto, poner dificultades al avance del bebé, facilitar el atasco y la falta de oxígeno; es tan absurdo como defecar en esa posición”.
 
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“El nacimiento respetado consiste en considerar lo que siente y desea una familia para el nacimiento de su bebé, y cambia de acuerdo a las costumbres y creencias”, entiende Ana María, y relata que en consecuencia, cuando conoce a una pareja o a una mujer lo primero que hace es preguntarle qué es lo que quiere, para a partir de ahí comenzar un trabajo de acompañamiento en el que dicha mujer pueda indagar en sus posibilidades y acercarse a su deseo.
“Hay que tener mucho cuidadode no orientarla hacia lo que uno piensa que debe ser. Nadie es mejor madre si decide parir en cuclillas, acostada o parada. No, se trata simplemente de que ella pueda estar acorde a su propia identidad, y abordar eso, y es una decisión muy solitaria, porque es la mujer la que la toma”, define. El rol del compañero o la compañera, opina, consiste en trabajar sobre el propio ego, reconocer que es en el ser de esa mujer donde se desarrolla la gestación y estar ahí para apoyarla. El respeto, entonces, es también interior a la pareja.
Existe una tercera dimensión que es hacia la partera. Ana María exige que las madres se realicen los controles de embarazo, específicamente las que define la Organización Mundial de la Salud. “Están aquellas parejas que me dicen ‘yo confío en mi poder natural y no tengo hecho ningún control’. Y sí, yo también confío absolutamente en el poder natural, pero hay elementos básicos como saber si la mamá transita o no una infección urinaria, o si está bien la presión, escuchar los latidos del bebé, hacer análisis elementales de sangre y orina, un mínimo de dos ecografías… Las situaciones de riesgo existen, y no son producto de la tecnología: es una cuestión fisiológica. Si bien mi rol es acompañar, es con la responsabilidad del cuidado. Y el respeto, entonces, es mutuo, del profesional que asiste y de la familia respecto del profesional. En equilibrio”.
Ninoshka coincide en la necesidad de que una madre se realice todos los estudios, pero no así con la noción de parto respetado. “Yo no hago ese proceso. Creo que la cuestión pasa por otro lado: que la mujer se prepare física y psíquicamente para poder tener realmente conciencia de lo que va a pasar. Y que el hombre sepa que la tiene que acompañar. Que cada uno esté en su lugar. Y después, no tanto… no sé, más natural la cosa. Porque si no, nos vamos en palabras, nos vamos en teorías, y es más natural la cosa. La humanidad desde que el mundo es mundo empezó a parir y nadie le vino a decir cómo tenía que hacerlo. Simplemente es sacarse los miedos. Y tener confianza en sí mismo, nada más. Nosotras estamos ahí al lado para acompañarlas y dar contención, pero nada más”.
Ambas concuerdan, de todos modos, en la importancia del hogar como espacio para el nacimiento. Para Ana María, porque la mujer está con sus cosas en un ambiente donde la mujer se siente tranquila de que va a ser respetada en su privacidad. “Y en eso tenemos una respuesta muy mamífera”, añade. “Cuando las hembras se sienten resguardadas y tranquilas para parir, se desencadena toda una cuestión hormonal y fisiológica que regula todo lo que debe producirse en ella durante el trabajo de parto y el posparto. Siempre, de todos modos, hay un plan B por si surge algún inconveniente”.
Ninoshka, por su parte, pone el foco en que el hogar es donde se encuentran los afectos y aromas familiares.  “Un bebé tiene que nacer en hospital si está con problemas, pero no tiene que ser el lugar para cualquier bebé”, y ejemplifica que en países como Holanda el Estado envía una ambulancia con médico y partera a los hogares, porque se considera que es mucho mejor un parto en el ámbito familiar y lejos del hospital, donde existe el riesgo de una infección por virus intrahospitalarios que pueden afectar la vida del recién nacido.
 
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“No sé bien cuándo empezamos a pensar que el parto en casa podía estar bien”, admite Maia. “Fue cuando nos dimos cuenta de que el trabajo de parto era lo que implicaba más tiempo, y empezamos a ver que no hay urgencias”, responde Hernán, que se ríe cuando recuerda su imagen primera, la de ir a 140 kilómetros por hora por la montaña con el pañuelito blanco por la ventana.
Entonces empezaron a pensar en tener el trabajo de parto en casa, pedirle a Ana María que los acompañara en ese proceso y luego ir a la clínica. Y si bien la idea del parto hogareño parecía, lenta y sutilmente, hacerse un lugarcito, los chicos aún la rechazaban. Hernán argumenta que en la zona existe una suerte de exigencia cultural que propone a las mujeres parir en sus casas, solas o abajo de un árbol, que si van a una clínica significa que no tienen confianza en su saber innato, en la conexión de la mujer con su hijo. “Y contra todo eso, nosotros decíamos que aunque nos equivocáramos, si no teníamos la tranquilidad de ir por ese camino no íbamos a ir. ¿Por qué sería menos natural responder ante el condicionamiento cultural y tenerlo en una clínica que tenerlo en casa y con miedo? Entonces no, en ese juego no entro, yo quiero un parto a la nuestra”.
Así avanzaron los días y las semanas, las fantasías y las ansiedades se incrementaban y los chicos compraban provisiones para no tener que salir del hogar cuando Ulises naciera. Pero a tres semanas de la fecha estimada algo pasó. Fueron a hacerse una ecografía, el médico vio que el bebé estaba “de cola” y les dijo que sí o sí tenía que nacer por cesárea. “Se nos cayó a pedazos el mundo, no tanto por un capricho de querer tenerlo de una u otra manera, sino por esa construcción de ir viendo, de ir decidiendo en el camino. De golpe vino un loco y nos dijo que no había nada que entender, que las cosas eran así”, recuerda Hernán.
Pensaron en volverse a Buenos Aires porque allí se sentían más seguros para hacer una cesárea. Pero antes volvieron a hablar con Ana María, “y aunque nosotros teníamos miedo y le pedimos que nos diera una respuesta precisa, ella nos volvió a plantear alternativas y nos preguntó: chicos ¿qué quieren? Ustedes tienen que elegir”, dice Maia.
Y se produjo una situación inesperada, al menos para la futura madre. Porque Hernán le dijo que después de acompañarla ocho meses de igual a igual, era hora de que ella decidiera sola. Que como todo pasaba por la tranquilidad de ella, lo que él opinara ya era irrelevante.
-¿Me estás jodiendo vos, en serio me dejás totalmente sola en una decisión que nos afecta a los tres? –le grito ella.
Pero luego se calmó, recordó que el camino que había hecho en esos meses había pasado por dejar de lado las opiniones de vecinos y amigos, luego la de familiares y finalmente las de la partera y su pareja. En el fondo, comprendió, lo que queda es la mujer que va a parir. Y decidió no mudarse a Buenos Aires, hacer el trabajo de parto en la casa y con Ana María e ir para la clínica privada cuando se hiciera la hora.
Sin embargo, quedaba un actor protagónico que también se estaba haciendo escuchar desde las penumbras. Alguno podía pensar que era una cuestión meramente biológica, pero quizás no era casualidad que estuviera de cola. “Para nosotros el bebé ya tenía una voluntad que se estaba manifestando. Si él venía de cola era por algo, y no estaba en nosotros decidir si era bueno o malo sino acompañar ese proceso”, opina Hernán. Maia se suma y recuerda que Ana María les dijo que tener un hijo es lidiar y respetar un pensamiento diferente, y que Ulises se los estaba enseñando desde antes de nacer.
Un día antes del parto, Maia fisuró bolsa y, de acuerdo al plan, haría el trabajo de parto en su casa. “Cuando Ana viene a controlarme”, recuerda la madre, “me hizo el tacto y entonces, tocó la cabeza: ¡estaba de cabeza, se había dado vuelta! Lloramos todos un montón, y decidimos encarar un trabajo de parto con la posibilidad de que el nacimiento fuera en casa”.
Y finalmente nació, por parto natural, de cabeza y en su casa, aunque con el cordón umbilical estaba dos veces alrededor del cuello y enganchado, con gran riesgo de ahogo. “Ana María nos explicó que quizás estaba esperando hasta último momento, a que el cordón se aflojara y le permitiera darse vuelta”, indica Hernán, que concluye: “Lo que para nosotros en un momento fue una injusticia pasó a ser una bendición, el gran logro de la vida que se hace lugar. Y te das cuenta de que no estás en control de nada, de que estás mucho más piola si vas acompañando sin voluntad de control”. 
 
Foto: Maia y Hernán con Ulises.