LA SANGRE QUE CORRE

El mes pasado, Myrtha Schalom fue reconocida en el Senado de la Nación con la mención “Alfredo Palacios” a distintas personalidades, instituciones y organizaciones de la sociedad civil que se  han destacado y se destacan actualmente por su trabajo y compromiso en el combate al delito de trata y explotación y en la protección y ayuda a sus víctimas. La autora del libro La Polaca, sobre la historia de Raquel Liberman, publicó este año el libro La sangre que corre (Editorial Galerna), donde también aborda la temática. Aquí ofrecemos un adelanto.
 
 
 
Por Myrtha Schalom
 
“Bien entrada la primavera, todo era efervescencia en la sede de la mutual del matadero. Hombres de alpargatas, en sus trajes domingueros, se movían con torpeza en busca de un lugar para ver y ser vistos.
En cuanto Samuel traspasó la puerta, un conocido y avezado cuarteador lo interrogó incisivamente. Esto lo hizo poner en guardia. Pensó en dar la vuelta y salir, pero divisó los enfáticos movimientos de brazos de Simón, que conversaba con unos cuantos
compañeros y, resignado, se aproximó.
No los había reconocido, limpios y afeitados. Sus vozarrones, acostumbrados a lidiar con las bestias, retumbaban en el recinto. Se acordó de las prevenciones de Berta: Leer dos veces antes de firmar cualquier papel.
–Me alegra que te hayas decidido a venir, Samuel, pero borrá esa cara de desconfiado.
–Es que por poco el de la puerta no me desnuda para ver si traía escondida una cuchilla.
–No lo tomes a mal. El Turco cala enseguida a los buchones mandados por los consignatarios. De ésos no hay que fiarse, cuidan los intereses de los ganaderos y de los ingleses que quieren adueñarse del mercado.
Mientras el viejo degollador presentaba a Samuel a los demás, una milonga enancada en el aire retaba a los hombres desde el burdel de enfrente. Miradas cómplices y choques de talones de los más arrabaleros se trenzaron para demostrar quién era el mejor bailarín.
Samuel vio descrédito en la cara del Galitziáner y se apresuró en hablarle:
–Será que nosotros no entendemos porque somos gringos.
–Vos te sentirás un gringo. Lo que es yo, me los meto en el bolsillo.
Ésos, más que guapos, son mariposones –y, sin sacar los ojos de las alpargatas de quienes dibujaban filigranas en el cemento, se puso a marcar el ritmo con la punta del zapato sin soltarle el brazo a Samuel–. Si los muchachos te invitan a ir con ellos al quilombo de enfrente, aunque no hagas uso, andá. Te vas a sorprender. Arrimate
a alguna y hablale en ídish. Puede pasar que una polaquita se ponga a moquear o se haga la que no entiende.
 
–Papá me decía que había muchas de las nuestras y por eso no hay que ir. Pobres infelices…
–Venite conmigo al puerto y vas a saber cómo hacemos para salvar chicas antes de que las pesquen los tméim. Vos estás demasiado metido en tu ombligo.
Uno de los organizadores de la asamblea pidió silencio para iniciar la sesión. Samuel prefirió quedarse de pie y tomar distancia del Galitziáner. A una señal de Santiago Conde, reseros, triperos y cuarteadores elevaron banderas argentinas y pancartas con reclamos. Los más jóvenes gritaban:
–¡No a la política de los estancieros! ¡Yrigoyen con el pueblo!
El orador, en mangas de camisa, hizo una señal enérgica para callarlos:
–Compañeros, no se dejen engrupir por los radicales. Basta de coquetear con Gran Bretaña por nuestra carne. ¿Quiénes se perjudican? ¡Nosotros! Se nos asusta con la aftosa, ¿quiénes se perjudican? ¡Nosotros! El presidente está enfermo y no podrá contra los vendepatrias…
Fue interrumpido por la gresca entre los dos bandos rivales que se molían a trompadas contra la tarima del disertante. Por ese motivo, sólo los que estaban cerca de la puerta la vieron entrar. Berta miró a uno y otro lado y se encaminó derechito hacia Samuel intentando no presagiar en su cara lo que venía a decirle.
–¿Qué pasó mujer?
Sospechó que nada bueno. El Galitziáner había avanzado hasta quedar frente a la tarima del orador y prefirió no inquietarlo. Si ella se había atrevido a llegar hasta allí… Berta no quiso hablar en el recinto y salieron a la calle.
–Bueno, contame.
–Vinieron del almacén de suelas donde compra mi papá para avisarme que hubo un accidente en Moisesville.
–¿Tu papá…?
–No, no, Samuel, el tuyo. Lo atropelló un camión con ganado. Lo trasladaron al hospital…
La tomó del brazo y ella empezó a llorar.
–No se pudo hacer nada…
–¡Oh, Got mainer! ¡No! Descontroladas y vertiginosas, las imágenesde la infancia se agolparon en su cabeza y necesitó apoyarse en su mujer para aquietar los latidos del corazón.
–Esperarán a que lleguemos para enterrarlo. Lo siento tanto… 
Se abrazaron en su congoja. Caminaron hasta la parada del tranvía tomados de la mano. A esa hora de la noche, los pocos transeúntes pasaban de prisa, indiferentes.
Berta dedujo que en Moisesville su padre y los amigos estarían ocupados con los preparativos del velorio y su madre ya habría comenzado a cocinar para recibirlos. Antes de partir, avisaría a Simón lo ocurrido para que justificase la ausencia de su marido en el matadero.
Llovía torrencialmente cuando se ubicaron en los asientos de madera del vagón de segunda. Una valija pequeña resumía lo imprevisto del viaje. Samuel atrajo las manos de Berta y las besó con gratitud, reteniéndoselas:
–Huelen bien.
–A menta, la echo en el agua con almidón antes de planchar.
Menos mal que Hermenegilda estaba despierta y pude dejarle a ella las cinco camisas de Justo.
–No te aflijas por él. Con la plata que gana, puede comprarse una camisa por semana.
Iba a contestarle que para ella era importante que el Torito, después de estos meses, la considerara su planchadora, que no le daba igual perderlo como cliente. No obstante, decidió callar al ver a Samuel con la frente apoyada contra la ventanilla, como si se quisiera aislar. El traqueteo lo adormiló. «Tate, tate… nos hundimos», susurró un momento después, entre sueños. Berta lo escuchó y se apretó a su costado.
Ella estaba insomne, impaciente por lo que se avecinaba. A último momento, había decidido guardar su diario en el bolso. Broje estaría esperándolos en la estación junto a la familia. Le reprocharía que no hubiera contestado sus cartas.
Recordó las palabras escritas en hebreo y castellano en una placa enlozada apenas se atraviesa el portón de hierro del cementerio de la colonia: «Cuando muera, nada llevará
consigo. Salmo 49». Pensó en los instrumentos para circuncidar y en los cuchillos para la matanza que usaba su suegro. Los heredará Samuel, se dijo, y le despejó el pelo de la frente.
Todavía faltaba para llegar. Surcaron la negrura del cielo relámpagos como señales del Día del Juicio. Samuel, despabilado, frunció el ceño con preocupación:
–Uy, uy, uy… Será difícil entrar en el cementerio con el carro.
Cuando llueve, los muertos se quedan solos. David Berlson no se lo merece. Cuando yo muera, quiero que me entierren a su lado. A Berta le pesó en ese instante el cansancio de todo el día y lo rodeó con sus brazos:
–Para eso falta mucho.”