Para Ferrer, las nuevas tecnologías a los únicos a los que les ahorran tiempo es a los dueños de las empresas. “Que se sepa –dice–, los trabajadores trabajan las mismas horas que antes, no hay ahorro de tiempo, sino aumento de la productividad.”
Por Sonia Santoro
Foto: Bernardino Avila
“Las personas confían en que la técnica va a resolver el viejo problema del sufrimiento humano, no dándose cuenta de que lo que les cuesta vital y económicamente pagar por esas comodidades se paga en términos temporales, ya que se tiene que dedicar muchísimo tiempo a conseguir el dinero para pagar por esas comodidades. Y se paga en términos vitales en tanto y en cuanto ya la persona no puede imaginarse otras alternativas en donde pueda vivir más en paz o más suavemente”, dice Christian Ferrer, pensador que aborda con mirada crítica, ácida muchas veces, los modos en que nuestra sociedad nos forma como “consumidores”. Partiendo desde la educación que recibimos –“el saber desangelado, transmitido sin corazón, presuponiendo además que esos conocimientos explican oscuridades o misterios que siempre han preocupado a los seres humanos, es un error”–, en esta entrevista Ferrer volverá a las preguntas por el origen o los orígenes de los seres humanos: el dolor, el amor, la felicidad, la amistad, el deseo. Preguntas que abren cabezas. Preguntas para las que no tiene las respuestas. A veces, incluso –dice–, las soluciones empeoran los problemas.
–¿De dónde viene, Ferrer?
–Qué pregunta. Yo creo que soy una consecuencia de la escuela tradicional argentina en la cual estudiar era una obligación, no un gusto, no un despertar de la curiosidad. Lo que esa escuela ofrecía a los alumnos era un saber enciclopedista. Esa escuela probablemente haya desaparecido como ideal, pero a mí me parecía un modo, un tipo de alimento, típicamente moderno, por otra parte, que me convenía. Saber mucho de distintos campos posibles que tenían que ver con lo humano.
–¿Le gustaba ir a la escuela?
–No. A un niño, alguien que va a la escuela durante años, años y años, todos los meses, todas las semanas, todos los días, por horas y horas se le están restando distintas posibilidades vitales en función de saberes que le son transmitidos que no necesariamente le van a servir para la vida. Creo que soluciona más las necesidades de realización de los padres que otras cosas. Tampoco la idea de alfabetización de por sí me parece necesariamente buena. De hecho la mayor parte de las culturas que han existido en el mundo tuvieron transmisión de conocimiento de tipo oral y sin estos lugares, que son fábricas de títulos y de supuestas… personas aptas para seguir una especie de camino dentro de una máquina general a la cual la educación no le interesa, salvo en relación con los saberes de eficacia que pueden aplicarse en distintas industrias, en distintos servicios, en universidades. La alfabetización actual no implica formación del carácter de la persona sino sólo transmisión de conocimientos, además de las funciones que tienen que ver con la sociabilidad.
–Y en tanto padre, ¿cómo ve a la escuela?
–Como te decía, es transmisión de conocimiento camada tras camada, tras camada. No es lo que uno llamaría educación. Además las jornadas escolares se han alargado mucho. Hasta la década de 1960 no era habitual enviar a niños a jardines de infantes y hoy una persona puede pasar no sólo los años de formación escolar secundaria y universitaria en estas instituciones, sino que a veces está encerrado ahí hasta que se jubila como alumno. No necesariamente eso redunda en mayor sabiduría ni en mayor acumulación de saber ni en beneficios que puedan estar asociados a la formación de la conciencia. Por lo tanto, el problema del niño, que es tener aceptación y amor, como bases para su propia formación personal, no necesariamente está resuelto por las horas y horas y horas que pasa en una escuela. El saber desangelado, transmitido sin corazón, presuponiendo además que esos conocimientos explican oscuridades o misterios que siempre han preocupado a los seres humanos, es un error.
–La Iglesia ha intentado en sus colegios en la formación de carácter, pero muchas veces eso es un problema.
–¿Por qué?
–Porque no todos tienen por qué creer en los valores que transmite la Iglesia. Y el monopolio…
–Sería monopolio contra monopolio. El monopolio del Estado y el monopolio eclesiástico. Son dos monopolios.
–¿Ninguno es mejor?
–Me parece que lo que los padres esperan de la educación no es que los niños salgan mejor formados o que sean receptáculos de saber de los cuales puedan enorgullecerse. Lo que la sociedad espera de la educación es que los niños tengan el formateo suficiente como para poder ganarse el pan de ahí en adelante, es decir, ganarse la vida, como dice la metáfora tradicional, metáfora, por otra parte, que es espantosa en sí misma. Con lo cual, lo que se espera entonces es que la escuela los domestique lo suficiente y al mismo tiempo los vuelva lo suficientemente agresivos como para que cuando llegue el momento de ingresar a los campos de trabajo esa persona esté en disposición de aceptar las normas y obligaciones que eso trae aparejado, tanto en un rol de sometimiento como en un rol de agresión: jefes y empleados, eso es lo que se espera de la educación.
Por supuesto, de vez en cuando ocurren otras cosas que se cruzan con demandas generacionales, o bien por lo que ocurre en el aula misma. De repente alguna maestra, algún profesor, enseña en esa aula como si estuviera en una isla desierta, como si estuviera con unos pocos náufragos, niños. Y les da lo mejor, lo que él puede dar. Y entonces no hay muros ni hay aulas ni hay pizarrones ni hay notas ni hay títulos. Pero esas situaciones de naufragios son escasas.
–¿Y por qué da clases? Quienes han pasado por sus clases pueden sentir ese naufragio…
–En las clases se dialoga con los muertos y con los que todavía no han nacido.
–¿Cómo es eso?
–Se habla de autores, algunos antiguos o antiquísimos, con quienes uno puede sentirse más a gusto que con los contemporáneos. De manera tal que los autores antiguos pasan a ser contemporáneos. Y se habla sobre un mundo del cual nada sabemos todavía. No porque se lo pueda planificar, no porque pueda ser mejor con algún tipo de programa político supuestamente superador, no. Sino porque los niños van a seguir naciendo. Entonces, la clase ideal sería aquella que está en ese momento muerta y viva. Es decir, suspendida de todas sus obligaciones con respecto a la actualidad y sólo conectada con ese río perdido donde han ido a parar todos los muertos y al mismo tiempo conectada con el deseo de la especie de no perecer y por lo tanto de traer nuevos niños al mundo con la esperanza de que no hereden este mundo. Me parece que eso es lo que ocurre en la clase. A mí todos los discursos sobre la educación pública, el sistema pedagógico nacional y la modernización y la actualización no me dicen nada. A mí lo que me dice algo es lo que ocurre en una clase en especial. Lo que le pasó al alumno, lo que le pasó al profesor.
–Le interesan las biografías de personajes extravagantes o exóticos, ¿cómo surge la idea del libro Camafeos?
–Algunos de esos textos están escritos para que ciertas personas no sean olvidadas. Personas que yo conocí y que no quería que fueran olvidadas por mí y por todo aquel que por leer un pequeño esbozo de una vida pueda conectarse con esa historia y con sus avatares. Lo cual no quiere decir que todos los personajes me caigan simpáticos, por otra parte.
–Pero le interesó registrar algo de esas historias.
–Uno escribe por gusto, quiero decir, escribe por el simple gusto de hacerlo. En algunos casos fueron pedidos y me interesó responder a esos pedidos, tal es el caso de (Ignacio) Anzoátegui o de Marta Minujin. En otros casos no, son autores que me conmueven o me resultan imprescindibles a mí únicamente. Hay un hilo conductor. Por ejemplo, algunas figuras tienen que creer mucho en sí mismas para hacer lo que hacen: Minujín dice “yo soy una enviada”; Orélie Antoine se nombra “rey de la Araucanía”. Pero también al revés: “Soy una madriguera de complejos”, dice Ezequiel Martínez Estrada.
–¿Qué define a los excéntricos?
–No sé si hay algo que los vincule, pero sí podría decirte que hay autores que piensan por afirmación de sí mismos, que por otra parte son la mayoría. Es decir, gente que cree en lo que dice, gente que cree en lo que escribe. Gente que cree en la batalla de ideas y cómo en toda batalla cada cual se posiciona, cada cual saca su arsenal teórico o ideológico o analítico y lucha contra otros. Mientras que hay otros autores que, por el contrario, piensan y escriben en forma autodestructiva. (Héctor) Murena es un caso, Martínez Estrada es otro caso. Es decir, pensar significa autodestruir el objeto sobre el cual se piensa y al cual no se le concede ningún derecho a existir pero al mismo tiempo se autodestruye el autor, éstos son autores más raros. La mayor parte de las personas, sobre todo en el mundo intelectual y universitario, típico del intelectual que toma partido, cree que sabe y además cree que es bueno, necesariamente: si el otro es malo yo soy bueno. Es como una lógica infantil pero que funciona. Funciona en la política, en las empresas, en las universidades. Esa mezcla de supuesto saber y superioridad moral con respecto al contrincante. A mí me interesan mucho más los autores que, por el contrario, saben que pensar implica el riesgo de fundirse, de autodestruirse. Están en lucha también, pero es otro tipo de lucha, es una lucha demoníaca; la otra es de angelitos, no importa si esos angelitos a veces usan revólveres. Me parece a mí.
–Dice de Martínez Estrada que diagnostica, como un radiólogo, pero no cura.
–No todos los problemas tienen solución. Y por lo general, las soluciones agravan los problemas. Quiero decir, el hecho de que no haya solución a ciertos problemas no quiere decir que no sigan estando ahí los problemas. Y, por otro lado, las soluciones, me refiero a soluciones de índole política o técnica, por lo general son reajustes que permiten a una gran maquinaria seguir funcionando. De alguna forma, los peores defensores de un sistema defectuoso son aquellos que buscan solucionar sus aristas más impresentables pero dejando latente el funcionamiento de todo el sistema. Eso se hace notorio después de un cierto tiempo. Todo sistema social, toda máquina, necesita de un service. Pero las soluciones que sólo proceden por reajustes son falsas soluciones y tarde o temprano una época se ocupa de deshacerse de todas ellas para refundarse sobre otras bases. Justamente no porque no funcionara la anterior sino porque la acumulación de falsas soluciones tarde o temprano hace estallar todo el mecanismo.
–¿Las soluciones a los problemas técnicos son siempre técnicas?
–Ese es el ideal de la sociedad tecnocrática. Es un típico pensamiento. Por ejemplo, se extiende la frontera agrícola a lugares donde antes había bosques y esos bosques desaparecen, de manera tal que desaparecen las especies animales que allí también vivían. Entonces, la solución técnica es tomar muestras de ADN de los últimos ejemplares vivos para una eventual clonación en el futuro para que los niños escolares sigan viendo animales en el zoológico. Ante un problema creado por el ser humano se le busca una solución técnica. La cuestión aquí no es tanto elegir expansión agrícola o mantenimiento del paisaje, sino preguntarse si esa expansión agrícola contribuye a eliminar el hambre en el mundo o sólo a enriquecer las arcas de los propietarios y del Estado. Que yo sepa, no se ha eliminado el hambre en el mundo.
–¿Cómo se relaciona la técnica con el ideal actual de felicidad? Dice en el libro El entramado que hay una exigencia de felicidad en la sociedad actual.
–En nuestra época, donde hay vacunas, antibióticos, medicamentos que intiman con el dolor psíquico, afectivo; donde hay compañías de seguros, sistemas de intercomunicación y sincronización continua e instantánea; donde las distancias se han acortado; donde hay televisión, Internet, en fin, no es seguro que no se sufra más que antes. Es decir, todos esos artilugios técnicos a mí me parecen amortiguadores psicofísicos de la personalidad. Tienen funciones de amortiguación del dolor. Como si los seres humanos necesitaran de ellos inmunización, seguridad. Sin esa vida en una cápsula protegida –y de alguna forma el hogar burgués fue eso desde el siglo XIX en adelante: un estuche–, sin esa posibilidad de establecer aunque sea contactos mínimos por día a través de redes de comunicación, las personas se hundirían en la desesperación porque sus vidas reales son vidas que se juegan en el mundo del trabajo. Es decir, esto significa que el hombre ha sido construido como hombre económico; productor y consumidor a la vez. Por lo tanto se ve a sí mismo como trabajador. En la antigüedad un trabajador no era alguien bien considerado. Los que hacían el trabajo duro eran los esclavos. Sólo en la época moderna, cuando se decide que existe igualdad democrática entre todos, aparece el problema de quién va a trabajar. Si antes lo hacían los esclavos y ahora somos todos libres e iguales, quién trabaja. Es decir, quién hace la tarea que desde siempre ha sido considerada una condena. La única solución lógica era decir que el trabajo es algo muy lindo. Que el trabajador es alguien lindo. Y su salario tiene que ser más o menos lógico. Eso es todo.
–Hoy se soporta menos el dolor que antes.
–Si uno presta atención a la importancia que adquirió la farmacéutica, la evaluación médica constante, la cantidad de medicamentos que intiman con los estados de ánimo, desde los viejos barbitúricos, pasando por los ansiolíticos, hasta llegar hoy a los desactivadores de estados de pánico, y si uno atiende a la imaginación actual que espera de la técnica ya no una cura de enfermedades o dolores sino una cura de enfermedades emocionales: que se descubra el medicamento que al fin reduce la gordura en un instante, o que te implanta cinco tetas a la vez sin el menor riesgo… En otras palabras las personas confían en que la técnica va a resolver el viejo problema del sufrimiento humano, no dándose cuenta de lo que les cuesta vital y económicamente pagar por esas comodidades. Se paga en términos temporales, ya que se tiene que dedicar muchísimo tiempo a conseguir el dinero para pagar por esas comodidades. Y se paga en términos vitales en tanto y en cuanto ya la persona no puede imaginarse otras alternativas en donde pueda vivir más en paz o más suavemente. Y no las puede imaginar a esas alternativas, no porque no las conozca sino porque le parecen poco erógenas. En otras palabras, porque la maquinaria social está construida en torno de ambiciones, del eros universal que es el dinero y de pensar a la máquina como un principio de orden y de poder. Eso les satisface a todos. De manera tal que cualquier otra alternativa que suponga más mansedumbre y más felicidad les resulta problemática para sus propios instintos agresivos.
–¿Por qué el cuerpo de las mujeres es el más exigido?
–Es relativo, pero es bastante evidente una presión social que cae sobre el cuerpo femenino. Yo creo que en parte es un efecto impensado y no querido de la lucha por la liberación de la mujer de los últimos 100 años, y de los últimos 50 años en particular. Es decir, una vez que se produce la liberación del viejo harén patriarcal, o al menos de sus formas más rígidas, hay todo tipo de riesgos afectivos que vienen después. Estar emancipada no quiere decir estar a salvo. Esos riesgos afectivos no se resuelven con leyes, no se puede legislar sobre ellos. Por otra parte, creo que hay una conciencia cada vez mayor de que el cuerpo es un valor en sí mismo. Que la apariencia corporal permite o posibilita, en tanto eso supone diferencias sociales entre jóvenes y no jóvenes o apariencias destacables y no destacables. Me parece que hay una creciente conciencia de que el cuerpo como valor en sí mismo permite el ascenso social hacia el otro gran diferenciador social que es la riqueza, o bien los mercados de la vanidad. A eso hay que agregar que los llamados “mercados del deseo” –y toda sociedad tiene un mercado del deseo– se han ampliado considerablemente desde hace 50 años. Antes las personas, hombres y mujeres, establecían muy jóvenes un camino afectivo que los llevaba al matrimonio, a la consecución de una familia y no mucho más. Hoy en cambio el mercado del deseo se ha vuelto barroco. Hay todo tipo de personas de toda edad intentando posicionarse en ese mercado, lo cual hace que las angustias, los malestares en torno de la imperfección corporal se vuelvan mucho más intensos. Eso toca particularmente a las mujeres, pero a todos en realidad. Y la técnica se ofrece a compensar la posición desfavorecida de todos los que no den la talla o el aspecto más presentable posible.
–¿Cuál es el rol de la pornografía en la sociedad actual? Usted la compara con algunos programas de televisión como el de Tinelli. ¿Puede explicarlo?
–Es difícil saber cuál es la causa de la expansión rampante de esta industria, pero difícilmente esté asociada con una mayor “libertad de expresión”. Es decir, al fin de la censura. Es posible que la pornografía prospere allí donde falla la monogamia, porque el contrato implícito es el de la imaginación de harén, no el del hogar. Puede sumarse a ello la cruza entre el desenfado de los medios de comunicación y variados efectos inesperados o no queridos de la revolución sexual iniciada en la década de 1960. Lo cierto es que cuando los matrimonios languidecen en frialdad, las personas se ponen a soñar con lejanías de todo tipo. La cuestión es que por todos lados se promueven epifanías de la carne, pero la experiencia habitual es la de estar encorsetados. Además, la ampliación del “mercado del deseo” conlleva la necesidad de presentar al otro una imagen de cuerpo altamente sexualizada. Quizá la pornografía tanto como las telenovelas sean modos de sublimación de la alienación cotidiana. ¿El programa de Tinelli? No sé, su centro de gravedad es la humillación consentida, con algunos toques de sensualidad pornográfica socialmente aceptable, para toda la familia.
–En un artículo sobre donación de órganos dice que la obligación de donar por ley sanciona el fracaso emocional de una comunidad.
–Por lo general, cuando hay leyes es porque han fracasado las reglas de buena vecindad. La donación de órganos debería ser un gesto de desprendimiento amoroso, no una obligación. Es decir, un gesto de “amor anónimo”, una efusión de bondad y solidaridad hacia la comunidad, a todos y a nadie en particular. De otro modo se consumaría la posible paradoja de que un misántropo, o un egoísta en grado sumo, o una persona abrasada por el odio a la humanidad, sean “donantes presuntos”, tal como lo indica la ley. En fin, este tipo de cuestiones aparece cuando los “avances” técnicos son mucho más veloces que la capacidad de una sociedad para procesarlos, y entonces se establece un desarrollo desigual y combinado entre tecnología y ética.
–En un capítulo sobre la tecnología y la escritura plantea que es una falacia pensar que la tecnología ahorra tiempo, ¿por qué?
–Hasta donde sé, por más que las redes de computadora permitan mayor velocidad y prolijidad y sincronicidad e interconexión, nadie sale antes de cumplir el mismo horario de siempre ya estipulado en fábricas y oficinas. ¿A quiénes les ahorra tiempo entonces? A los dueños de las empresas, que ven de este modo multiplicada la productividad de los trabajadores sin que ello redunde necesariamente en aumento del salario. Las tecnologías ni son neutras ni son de por sí “benefactoras”, ingresan en instituciones que determinan sus usos y, que yo sepa, vivimos en una sociedad industrialista, productivista y con poderes y jerarquías bien conocidos. Por el mismo andarivel, lo mismo que permite la interconexión también lo hace con la vigilancia, y eso no se le escapa a nadie, como a nadie le está permitido escaparse de ese destino. La llave maestra de la “libertad” también lo es del control.