El escritor Deepak Chopra ha puesto muchas veces el acento en el análisis de la sincronicidad, en la profundización de las complejidades del momento presente para ver que no hay coincidencias vacías de sentido. Esta semana me ha tocado tener dos experiencias en las que me gustaría buscar ese lazo oculto.
Por Diana Maffía*
La primera fue la repercusión de la participación de la vicepresidenta Gabriela Michetti, en representación de nuestro país, ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. No tengo el discurso completo, y sólo quiero detenerme en su apreciación sobre las mujeres, «los atributos de lo femenino», su «tendencia natural a unir», su «vocación por nutrir, por cuidar, por tener una mirada empática» (aunque luego aclaró que estos no son atributos exclusivos de las mujeres), para concluir que «la nuestra debería ser, en definitiva, una obra de amor». Insisto, no leí todo su discurso, pero la escuché muchas veces decir cosas similares cuando compartimos diálogos en un Foro de Mujeres Políticas de Latinoamérica cuyo objetivo era revisar la concepción del poder desde las mujeres.
Quiero llamar la atención sobre dos pasos, donde cierta concepción esencialista universal pasa de la descripción (cómo somos) a la prescripción (cómo deberíamos ser). Aunque la ética se ha ocupado de la imposibilidad de deducir proposiciones normativas a partir de proposiciones fácticas, esta falacia encuentra un soporte cultural fuerte cada vez que la autoridad para determinar el lugar social de las mujeres proviene de nuestra presunta naturaleza (dicho sea de paso, generalmente descripta por disciplinas donde no había mujeres). Las mujeres no sólo somos muy diversas: tenemos derecho a ser muy diversas. Y el presunto elogio a nuestra empatía, nuestra vocación por nutrir y por cuidar, si es un elogio moral debería formar parte de la educación sentimental de todas las personas independientemente de su género.
Algunas mujeres somos madres y otras no, algunas tenemos amores que no resultan en la reproducción, algunas tenemos feminidades que no se expresan en cuerpos de mujeres biológicas. Y aún aquellas que somos madres, algunas podemos o decidimos amamantar y otras no, y hay derecho a reclamar las condiciones para hacerlo o no en concordancia con nuestros planes de vida. Y más aún: si a partir de nuestra capacidad biológica de amamantar se pretende explicar que la tarea de procesar los alimentos debe estar a cargo de mujeres, feminizamos las tareas de cuidado de modos que son lesivos para otro de los proyectos que Michetti expresó con menos contundencia que el original «pobreza cero».
Y aquí paso al segundo momento de la sincronicidad, que fue leer una excelente entrevista que le hizo la periodista Sonia Santoro en Página 12 a Nieves Rico («El tiempo de las mujeres es político», 18/9/2017). María Nieves Rico (oriunda de Rosario) es directora de la División de Asuntos de Género (DAG) de la CEPAL. Habló sobre la desigualdad política en el uso del tiempo, en un Seminario Internacional realizado en Tucumán. Rosario, Tucumán, entre muchos otros espacios académicos y sociales, son lugares de Argentina donde se desarrollan saberes fundados en datos, que son ignorados cuando se representa a nuestro país desconociéndolos y expresando opiniones que sacrifican esos estudios en -como la propia Michetti dice- «el altar de nuestros prejuicios».
Hace más de 20 años que la DAG y los estudios feministas procuran que las políticas públicas incorporen una perspectiva de género, autonomía y derechos de las mujeres. Producimos estadísticas e indicadores para hacer seguimientos de nuestra situación, pero todavía hay resistencias para que la pobreza se mida de un modo multidimiensional que incorpore este enfoque. Y no se trata sólo de desagregar información por sexo como variable relevante. Se trata de identificar modos de discriminación que derivan de la división sexual del trabajo, el sistema patriarcal, la falta de acceso a los recursos y los procesos de toma de decisiones. «Pobreza cero» debe incluir estos aspectos en su análisis no sólo por razones teóricas, sino porque la pobreza tiene género: afecta de modo muy superior a las mujeres. Y la falta de tiempo de las mujeres, por la reproducción gratuita de las tareas de cuidado, extienden esa pobreza en el tiempo y derrama sobre la familia en las generaciones.
Que las tareas de cuidado tienen género es una asignación cultural y política (no natural ni biológica) que reproduce la pobreza. Las mujeres más pobres destinan más tiempo al cuidado que las mujeres más ricas (porque no pueden tercerizar esas tareas «domésticas» en el «mercado» -casi siempre informal- para que las hagan… otras mujeres). Pero en cualquiera de los quintiles de distribución económica el tiempo dedicado por las mujeres es mucho mayor que el de los varones. Los hombres casi no hacen tareas domésticas, tengan o no ingresos propios, cualquiera sea su nivel de ingresos, independientemente de si son pobres o no.
Por eso cuando las políticas públicas se pretenden «neutrales» o las visiones sobre la vida se pretenden universales y merecen del Estado sólo una respuesta, donde el género se omite como irrelevante, se obtura la autonomía económica de las mujeres. Se desconoce que lejos de una vocación amorosa natural, el trabajo doméstico y de cuidado es trabajo no remunerado que realizan las mujeres y que aporta a la economía y al desarrollo de los países. Y que si se pretende construir igualdad política, este recurso debe ser redistribuido entre los géneros y ofrecer recursos desde el Estado. En los países donde se mide, nos recuerda Sonia Santoro, equivale a un quinto del producto bruto. Las mujeres, sobre todo las mujeres jóvenes, son las más afectadas por la desocupación. Si hablamos de ellas como personas que «ni estudian ni trabajan», omitimos que trabajan sin cobrar, trabajan cuidando a sus hijos no sólo gratuitamente sino subvencionando a los sistemas de protección social que tienen la obligación de ocuparse de ese bienestar.
Hace años que la economía feminista propone dar valor al trabajo no remunerado en el Sistema de Cuentas Nacionales, para hacer visible la producción oculta de las mujeres. Incorporar el aporte del cuidado al análisis macroeconómico, al diseño de políticas públicas y a la toma de decisiones. No se trata de mercantilizar el amor, sino de traducir la desigualdad al lenguaje de la moneda. Porque «el objetivo de avanzar al aspiracional pobreza cero» (según lo redefinió Michetti) requiere políticas para construir igualdad política, y no para justificar la desigualdad en las diferencias biológicas y psicológicas. Se requiere desnaturalizar las relaciones sociales, percibir las diversidades, no presuponer las demandas sino que participen en ellas las destinatarias.
Lo dijo el feminismo de los ’60 y cobra cada vez nuevo sentido: «Lo personal es político».
*Este artículo es la versión completa del publicado por el diario Perfil el 24/9 con el mismo nombre.
Foto: porunamaternidadprotegida.es