Por SONIA SANTORO
Ella levantó al papi, le cambió los pañales y le dio té con galletas sin sal. Se dijo que nunca más le daría sopa antes de acostarlo. A veces con tal de no oírlo rezongar le daba los gustos y después pasaba lo que pasaba. Se había meado tanto esa noche, que tuvo que sacar las sábanas y hasta la frazada. Puso todo en el lavarropas mientras él desayunaba. Le armó la cama con un colchón viejo y sacó el sucio al sol. Después lo obligó a acostarse, se ponía tan terco el papi a veces. Recalentó el guiso de arroz y carne con huesos para los perros y lo puso en sus ollas de losa saltada. “Cuidá la casa”, le dijo a la Rita. La dóberman se relamió, la miró unos segundos y bajó el hocico hacia la comida. Ella salió a la calle, cortó unas hortensias rosadas del frente de la casa –en esa época se ponían pomposas– y armó un ramo digno de un cuadro. Una vez, viendo la pintura famosa de los girasoles, había pensado qué bien habría dibujado ese hombre sus hortensias.
Después salió a la ruta en la vieja chata del papi. El viento y el sol le cegaban la vista. El pelo revoloteaba como lanzando llamaradas rojas y plateadas. Ella no subía la ventanilla. Le gustaba así.
Un cartel anunció Río Chacuel y ella siguió adelante, pasó puentes sin baranda desde los que veía cauces vacíos, repletos de piedras secas; cactus añosos; y cerros, siempre los cerros. A veces pensaba que todo estaba tan quieto, que nada podía vivir en ese lugar.
Pasó una hondonada y después del cartel de curva peligrosa frenó al lado de un altarcito dedicado a la Virgen del Valle. Era una capilla mínima hecha de ladrillos con techo a dos aguas. La puerta de vidrio tenía un candado –una vez alguien se había llevado a la virgencita y ella tuvo que tomar sus precauciones–. Aunque cualquiera podría romper el vidrio, los creyentes no se habían animado a tanto. Algunas flores secas pendían de sus hendijas y otras se recostaban en la base. Había monedas desparramadas al frente y botellas con agua a los costados. No sabía por qué le ponían agua, si la confundían con la difunta Correa o qué. La gente es un misterio.
Le sorprendió encontrar un cactus metido en una botella de gaseosa cortada. Este es nuevo, pensó. También reconoció una medalla de la Virgen de Luján y se la puso en un bolsillo, no iba a dejar que algún chango atrevido se la llevara.
Fue hacia la chata. Apenas apretó la manija de la puerta, el viento la abrió de un golpe. Miró hacia el oeste, pero no advirtió ninguna señal.
Buscó su ramo de hortensias, después la llavecita que escondía en la guantera. Fue hacia el altar y abrió la puerta, sacó las flores secas y las tiró al barranco que se abría un par de metros atrás de la capilla. Dejó tres hortensias porque no entraban más. Tiró las monedas en un tupper y volvió a la camioneta. Adentro de la cabina respiró aliviada. Se quedó un rato abrazada al volante. Era raro que ella estuviera quieta, siempre andaba haciendo algo y cuando no tenía que hacer daba vueltas. Parecés una perra, le decía el papi, y ella se tragaba su rabia. Alguna vez en ese rincón perdido entre los cerros, se había reprochado esa forma de ser. Por manejar a la bartola entre tanta curva, el guacho del Alcides había destrozado la promesa de una vida juntos criando a la changuita que ella llevaba en la barriga. El papi y sus hermanos no entendían por qué estaba tan triste si después de todo no le había pasado nada y el auto ni siquiera se había estropeado. Ella nunca dijo por qué.
Lo del altarcito de la Virgen para la changuita había sido una idea suya, y lo último que hicieron juntos con el Alcides. Había tantos a lo largo de la ruta que quién iba a preguntar cómo había aparecido ahí esa virgen. Se sentía orgullosa de que nadie supiera adónde iba cuando salía para los altos.
Por fin arrancó la camioneta y salió apurada. Se había demorado más de lo previsto. Las hortensias se zarandeaban sobre su falda y ella las acariciaba de a ratos. Las pondría en la mesa del comedor.
Antes de llegar compró unas limas porque al papi le gustaban. Se sintió nueva al entrar a la casa. La encontró en silencio. Buscó un florero en la cocina, dejó las limas, preparó las hortensias en la mesa y fue hacia la pieza del papi. No lo vio. Tampoco estaba la cama que le había armado. Las frazadas y sábanas estaban tiradas en el piso y el colchón quién sabe dónde.
– ¡Papi! –gritó y corrió hacia el fondo. Atravesó el pasillo, luego el comedor, la cocina, el lavadero y el patio cubierto de parras. Estaba contra la medianera de la casa, secundado por los dos perros. Los animales ladraban hacia un fuego que el papi atizaba con un palo. Tenía el colchón al lado de sus pies y trataba de empujarlo a las patadas contra las llamas.
– ¡Papi! ¡¿qué hace!?
– ¡¿Dónde anduviste?! ¡¿Con quién saliste?!
El aire caliente le secó la garganta. Miró el cielo, las nubes se retorcían; ya viene, pensó.
Los perros eran de ella, pero le temían a él y le ladraron con odio cuando el papi la amenazó con el palo.
– Deme eso, papi, ¿qué está haciendo?
Él dio un paso hacia atrás. Trastabilló sobre el fuego, pero se alejó rápido de las llamas y amagó otra vez con pegarle. Le recriminaba por haberse ido con alguno, como si estuviera alzada. Siempre el mismo jodido, cómo no ocultarle novios y embarazos.
En un momento el papi se tropezó, los perros se le fueron encima como diablos y lo hicieron caer en un borde del colchón encendido. La Rita se le prendió de una pierna del piyama como si quisiera arrancárselo. El Juancho apoyaba sus patas descomunales sobre el pecho. El papi puteaba a todos desde el suelo, y si le dolía algo no se quejó. Ella se quedó unos segundos sin saber qué hacer, hasta que reaccionó y trató de sacar a los perros a empujones:
– ¡Fuera! ¡Salgan de acá!
El papi, como siempre, se defendía atacando; tiraba patadas y manotazos. El fuego había empezado a quemarle la pierna del pantalón. Ella corrió a buscar una manguera. No la encontró. Abrió la canilla del lavadero y puso el balde a cargar, pero daba tan poca agua; ni la bomba alcanzaba ese año. Y dónde carajo están los hermanos cuando se los necesita
– ¡¿Qué hacés, inútil?! ¡Apurate! –le gritó el papi.
Con el balde lleno, ella caminó despacio para no volcar el agua. Se paró frente al papi, que ya tenía una pierna ardida, y echó dos baldazos que lograron apagar el fuego. La Rita y el Juancho recularon unos pasos y se quedaron mirando el desastre con la lengua afuera.
– ¡Vos y tus perros de mierda! ¡Traeme la escopeta que los hago cagar! –Fue lo primero que le escuchó decir después de haberlo salvado.
Los perros se escondieron en el lavadero, sabiendo que algo malo venía. Ella, que estaba a punto de darle la mano para levantarlo, cambió de parecer. Se sentó en el balde y se despejó la cara, atándose el pelo en una cola detrás de la nuca. Por fin estaba quieta.
Se quedó unos minutos viendo cómo el viejo se abanicaba con las manos el tobillo y la pantorrilla mientras intentaba despegarse el piyama de la pierna enrojecida. Lo escuchó putear y repetir la cantinela de la escopeta. Se sintió muy cansada.
Después, se levantó y fue hacia la casa. El comedor estaba fresco y silencioso. Otro mundo. Hizo el llamado telefónico que venía demorando desde hacía años. Mientras hablaba, miró las hortensias y volvió a sentirse animada. Fue a ver a los perros, que seguían echados debajo de la mesa del lavadero. Les acarició la cabeza y las orejas. Los perros empujaron su mano con el hocico pidiendo más.
Está acá, presintió. Se paró y miró hacia el fondo. Ya no había horizonte: el cielo era tierra. El viento sucio y caliente tomaba impulso para lanzar su castigo sobre la ciudad.
– ¡Traeme la escopeta de una vez, te digo! –volvió a gritar el viejo.
No contestó. Con los perros no, mierda, murmuró, mientras cerraba cada una de las ventanas de la casa.
Ilustración: Maia Debowicz
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Sonia Santoro
Escribió los libros Mariposas de río (Edelvives México-2021), Penélope recorre el mundo (Edebé México – 2017), Periodismo con G. Entrevistas en perspectiva (Ed. Biblos – 2016), Y un día me convertí en esa madre que aborrecía (Capital Intelectual – 2010), entre otros. Escribe en el diario Página/12.