POR QUÉ DUELE EL AMOR

Todos hemos sufrido a causa de las relaciones amorosas y a pesar de lo generalizado de estas experiencias, solemos creer que estas dificultades son resultado de problemas personales, de un trauma infantil o de nuestra propia inmadurez, lo que casi siempre termina por producir dolorosos mecanismos de autoinculpación. En el libro Por qué duele el amor. Una explicación sociológica de Capital Intelectual, Eva Illouz se vale de obras literarias, revistas femeninas, sitios de Internet, entrevistas varias, para brindar un análisis que cambia radicalmente nuestra manera de pensar el amor. Aquí, un adelanto.
 
«La novela Cumbres borrascosas (1847) pertenece a una larga tradición literaria que representa el amor como un sentimiento de dolor atroz.2 Entre Heathcliff y Catherine, sus tristemente célebres protagonistas, nace un amor intenso mientras van creciendo juntos, pero al final Catherine decide casarse con Edgar Linton, un candidato más adecuado en términos sociales. Humillado al escuchar
por accidente cuando ella menciona que casarse con él la degradaría, Heathcliff se escapa. Catherine lo sale a buscar por el campo y, al no encontrarlo, se enferma tanto que queda al borde de la muerte.
En un tono mucho más irónico, la novela Madame Bovary (1856) describe el matrimonio infeliz de una mujer con un médico rural generoso pero mediocre, que no puede satisfacer las fantasías románticas ni las aspiraciones sociales de su mujer. Emma Bovary, el personaje principal, cree haber encontrado el héroe romántico con el que tantas veces soñó y sobre el que tantas veces leyó en la figura de Rodolfo Boulanger, un terrateniente de aire gallardo y elegante. Tras
un amorío que dura tres años, deciden fugarse juntos, pero cuando llega el día indicado, Emma recibe una carta de Rodolfo en la que le avisa que se irá sin cumplir su promesa. En este punto, el narrador deja a un lado su tono irónico habitual para describir con compasión los sentimientos románticos de la heroína y su sufrimiento:
Emma, apoyada en el vano de la buhardilla, releía la carta con risas de cólera. Pero cuanta mayor atención ponía en ello, más se confundían sus ideas. Lo volvía a ver, lo escuchaba, lo estrechaba con los dos brazos; y los latidos del corazón, que la golpeaban bajo el pecho como grandes golpes de ariete, se aceleraban sin parar, a intervalos desiguales. Miraba a su alrededor con el deseo de que se abriese la tierra. ¿Por qué no acabar de una vez? ¿Quién se lo impedía? Era libre. Y se adelantó, miró al pavimento diciéndose:
—¡Vamos! ¡Vamos!
Si lo juzgamos en función de nuestros propios parámetros, el sufrimiento de Catherine y Emma parece exagerado, pero aun así nos resulta inteligible. No obstante, como se pretende demostrar en el presente trabajo, el tormento que atraviesan estas dos mujeres a causa del amor ha cambiado de contenido, de color y de textura. En principio, la oposición entre la sociedad y el amor que cada una de ellas encarna en dicho sufrimiento ya no resulta pertinente en las
sociedades actuales. De hecho, hoy en día Catherine y Emma no tendrían que enfrentar prácticamente ningún obstáculo económico o normativo que les impidiera elegir como primera y única opción a su ser amado. Es más, nuestro sentido actual de la adecuación nos impulsaría a seguir los dictados del corazón, no del entorno social. En segundo lugar, tanto Catherine con sus dudas como Emma con su matrimonio desapasionado tendrían a su disposición toda una batería de especialistas en psicoterapia, terapia de pareja, derecho de familia y mediación que acudirían al rescate, se apropiarían de los dilemas más privados de estas mujeres vacilantes o aburridas y emitirían juicio sobre ellos. A falta de la orientación brindada por esos especialistas (o en paralelo con ella), una mujer contemporánea que tuviera tales problemas compartiría el secreto de su amor con otras personas, que probablemente serían sus amigas íntimas o, como mínimo, alguna amistad anónima forjada en Internet, lo que atenuaría de modo considerable la soledad de su pasión. Entre el deseo y la desesperanza circularía un caudal voluminoso de palabras, consejos y autorreflexiones. En efecto, el equivalente actual de Catherine o Emma sería una mujer que pasa muchísimo tiempo cavilando y hablando sobre ese sufrimiento, y que seguramente encuentra las causas en algún trauma atravesado por ella misma o por su ser amado durante la infancia. Si alguna de las dos hubiera vivido en la sociedad actual, no se habría vanagloriado de experimentar ese dolor, sino de haberlo superado mediante un arsenal de técnicas de autoayuda. En efecto, el sufrimiento amoroso
genera en la actualidad una cantidad casi infinita de material  explicativo, cuya meta es comprender el fenómeno, pero también extirpar sus causas. Nuestro repertorio cultural ya no incluye la posibilidad de morir, suicidarse o fugarse a un monasterio por amor. Ahora bien, esto no quiere decir que las personas de la “posmodernidad” o la “modernidad tardía” desconozcamos los tormentos románticos. Es posible incluso que sepamos más del tema que nuestros antecesores, pero lo cierto es que la organización social del sufrimiento amoroso parece haberse modificado desde lo más profundo. En este libro se pretende explicar la naturaleza de tal transformación mediante un análisis de los cambios atravesados por tres aspectos distintos y fundamentales del yo: la voluntad (cómo
queremos algo), el reconocimiento (cómo construimos nuestro sentido del valor propio) y el deseo (qué deseamos y cómo lo deseamos). A decir verdad, son pocas las personas de nuestra época que se hayan visto exentas de los tormentos del amor y las relaciones íntimas. Éstos pueden adquirir diversas formas, como por ejemplo besar demasiados sapos o demasiadas ranas en el camino a
hallar nuestro príncipe o nuestra princesa; embarcarse en búsquedas de dimensiones titánicas por Internet; o volver a casa sin compañía después de salir a un bar, una fiesta o una cita a ciegas. Por otro lado, cuando las relaciones finalmente se forman, estos tormentos no desaparecen, pues comienzan a asomar el aburrimiento, la ansiedad o la irritación; surgen conflictos o discusiones que provocan dolor; y, a la larga, se atraviesa la confusión, la inseguridad y la depresión
que genera toda ruptura o separación. Y todos estos son apenas algunos de los modos en que la búsqueda del amor supone una experiencia dolorosamente complicada de la que escasas personas quedan exentas en la modernidad. Si la sociología oyera la voz de esas mujeres y esos hombres que buscan el amor, llegaría a sus oídos una letanía ruidosa e incesante de quejidos y gruñidos.
A pesar de que estas experiencias revisten un carácter generalizado, cuando no colectivo, nuestra cultura insiste en que son consecuencia de alguna clase de inmadurez o falencia psíquica. Existen cantidades innumerables de manuales y talleres de autoayuda que prometen enseñarnos a manejar mejor la vida amorosa trayendo a nuestra conciencia los modos en que inconscientemente provocamos
nuestros fracasos. La cultura freudiana en la que nos encontramos inmersos plantea de manera contundente que nuestras experiencias pasadas explican las causas de la atracción sexual y que las preferencias amorosas se conforman durante los primeros tiempos de vida en función del vínculo entre el niño y sus padres. Muchas personas encuentran la principal explicación de los motivos y los modos del fracaso amoroso en la premisa freudiana de que la familia de origen configura los patrones de nuestra trayectoria erótica. Impertérrita ante la falta de coherencia, la cultura freudiana se atreve incluso a afirmar que la persona que elegimos como pareja, ya sea parecida o antagónica a nuestros padres, representa un reflejo directo de nuestras experiencias infantiles, que en sí mismas 
constituyen la clave para explicar nuestro destino romántico. Es más, con el concepto de la compulsión a la repetición, Freud dictaminó que las experiencias tempranas de pérdida, por dolorosas que fueran, se verían indefectiblemente reactualizadas durante la vida adulta para poder dominarlas. Esta idea tuvo repercusiones
tremendas en la concepción y el trato colectivo de los tormentos
amorosos, pues dio a entender que constituían una dimensión saludable del proceso de maduración. De hecho, la cultura freudiana planteó que, a grandes rasgos, los tormentos amorosos constituían una experiencia inevitable y autoinfligida.
Así, la psicología clínica ha desempeñado un papel central en la difusión (y la legitimación científica) de la idea de que el amor y sus fracasos se explican en función de la historia psíquica del sujeto y, por lo tanto, se encuentran en su esfera de control. Aunque la noción freudiana original del inconsciente apuntaba a disolver los principios tradicionales de responsabilidad por los propios actos, en la práctica, la psicología ocupó un rol fundamental para el proceso de
relegar lo romántico y lo erótico a la esfera individual de la responsabilidad privada. Más allá de que haya sido su intención o no, el psicoanálisis y la psicoterapia han suministrado un arsenal formidable de técnicas para que portemos con elocuencia, pero sin vías de escape, toda la responsabilidad por nuestro sufrimiento romántico.
A lo largo del siglo xx, la idea de que dicho sufrimiento era autoinfligido adquirió una notoriedad enigmática, quizá porque la psicología ofreció al mismo tiempo la promesa consoladora de que ese fenómeno podía resolverse. Las experiencias de sufrimiento amoroso se transformaron en una gran fuerza motriz que activó a toda una gama de profesionales (del psicoanálisis, la psicología y
otras terapias), pero también a la industria editorial, la televisión y muchos otros medios. Así, el éxito extraordinario que vivió la industria de la autoayuda fue posible porque, como telón de fondo, existía una convicción profunda de que el sufrimiento está constituido a la medida de nuestra historia psíquica, de que la palabra y el autoconocimiento tienen propiedades curativas, y de que se puede
superar el dolor si se identifican sus fuentes y sus patrones de aparición. Por lo tanto, los tormentos del amor hoy se inscriben en el yo, su historia personal y su capacidad de autoconfigurarse.(…)»