“De vez en cuando largaba un grito y una risa nerviosa, como si fuera una nena. En el mar todos tenemos la misma edad”.
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Por Sonia Santoro
La playa estaba repleta, pero aun así le pareció hermosa. Ella respiró profundo mientras estiraba su manta y se sentaba. A unos pasos, un nene gordito jugaba con la arena. Una mujer lo miraba de reojo mientras fumaba de cara al mar:
– Dice que quiere ser chef –dijo, apuntándolo con el mentón y soltando una carcajada–. Como le gusta comer, piensa que es lo mismo.
– ¿Me habla a mí? –preguntó ella, sorprendida. Pero no obtuvo respuesta.
Sintió un leve mareo. Miró las olas para que la sostuvieran, como en esos ejercicios de equilibrio en que conviene fijar la vista en un punto, hasta que logró sacar a flote la pregunta que le rondaba: ¿cómo se explica la crueldad?
Ella no podía permitirse ser inocente como ese nene; exigía una explicación lógica de las acciones de los demás. Pero a veces las respuestas eran como el baile de las personas que no tienen ritmo. Ella misma sentía que había perdido el compás. Por eso mejor mirar para otro lado. Irse sola a la playa –nadar, leer, comer afuera–, y pasar un fin de semana sin más preocupaciones que sacarse la arena de la malla. Ella no era como las demás, no necesitaba un hombre para pasarla bien. Menos a M.
Llegar no había sido fácil. Tomó una combi porque no quiso manejar cinco horas sola. “Te pasan a buscar por tu casa y te dejan en la puerta del hotel”, le había dicho una amiga. ¡Qué comodidad!
En la combi se acordó de su viaje a Perú. En Cuzco, un chamán la recibió en una especie de iglú de barro. Estaban en la oscuridad total, a más de cincuenta grados de temperatura. Una tela colgaba del hueco por donde habían entrado. Ella agradeció esa abertura que le daba la certeza de poder escaparse. Con una rama, el chamán animaba el calor espeso y húmedo que tenía olor a salvia. En un momento le extendió una planta y le dijo que agarrara cinco hojas, las hiciera un bollito y pensara, por cada una, un hecho que la hubiera marcado en su vida.
Mientras viajaba a la costa argentina, ella volvió a sentir aquel calor, la oscuridad, la sensación de que no aguantaría un minuto más. Si bien había logrado quedarse en el iglú, el chamán le había dicho que su problema era que no usaba todos sus recursos, que tenía más fuerza de la que pensaba y que había algo que no lograba trascender. Ella guardó las frases, las atesoró, las escribió y las borró de su cabeza.
Las había olvidado hasta esa noche en que la combi daba vueltas por el conurbano levantando gente. En plena madrugada escuchó al chofer decir por radio que ya no esperaría más a una pasajera porque había “unos monos” detrás de la camioneta que no le gustaban nada. Cada vez que se dormía y se volvía a despertar y notaba que seguían dando vueltas, deseaba que el asiento la engullera y la escupiera en algún lugar bien lejos. Cuando la combi chocó con una moto y el chofer bajó a pedir los papeles, recordó la frase del chamán (“no usás todos tus recursos”) y se odió por no haber viajado en su auto.
Pero ahora estaba en el mar. ¡Quién pudiera! Tenía que ver la parte positiva y no engancharse con los problemas. Una escapada de fin de semana era un lujo que muchas no podían darse. Y ahí estaba ella gracias a su coraje, porque no se iba a quedar esperando que alguien la sacara a pasear. Ella no era un perro, no señor.
Qué importaba ahora que hubieran tardado lo mismo en llegar a la costa argentina que a Perú. O que estuviera agotada por el trajín. Pocas cosas eran más lindas que dormirse tirada en la arena. Pero eso lo haría después, ahora una vecina de manta le pedía que le cuidara las cosas mientras se metía al mar. Cómo no, le dijo. Le dolió ver la piel blanca de la mujer arrebatada por el sol y la bikini rosa estirada para tapar tanto cuerpo.
Al rato, la mujer volvió:
– Ah, estabas acá, pensé que te habías ido –le dijo.
– No, no…
– Es que me llevó el oleaje y salí para allá –dijo, apuntando en diagonal– y no te veía.
Pero cómo me voy a ir.
Camino a la playa, una gitana la había abordado en la peatonal poniéndole una medalla delante de los ojos. “Siempre fuiste buena persona”, le dijo, antes de pedirle que le comprara algo. Ella huyó, no le gustaban las gitanas y ya no quería ser buena. Pero no se le hubiera ocurrido irse si le había dado su palabra a una desconocida.
El día anterior, apenas llegó a la habitación del hotel, encendió la tevé. Daban la película que habían visto con M la última noche que estuvieron juntos. Es un mal chiste, pensó. ¿Qué le quería decir el destino? Por lo pronto, no tenía intenciones de volver a verla; apagó la tele. Después se tiró en la cama y se rodeó de almohadones, necesitaba sentirse en un corralito mullido para dormir tranquila.
Las pesadillas la asaltaban también durante el día… Pero en qué pensaba, si ahora estaba en el mar, nada malo podía pasar. El viento le arremolinaba el pelo y le acomodaba las ideas. No había nubes, el sol estaba pleno. M se lo perdía.
Al rato, la mujer de la bikini rosa volvió a hablarle, como si recién viniera del mar:
Es que me llevó el oleaje y salí para allá … y no te veía.
Tenía la voz un tono más arriba de lo tolerable. Ella asintió con naturalidad, como si antes no la hubiera escuchado. Pensó en la locura: repetir frases como diciéndolas por primera vez. Pensó que tal vez ella también estaba repitiéndose.
Revisó en su celular la cadena de mensajes que se habían mandado con M, buscando el porqué. No había explicación posible. Ella tenía razón, por supuesto, pero de qué le servía.
La mujer de la bikini rosa estaba otra vez en el mar. Su corpiño tenía flecos con campanitas en las puntas. De repente, se le escapó un pezón y lo acomodó con torpeza. Su cuerpo se defendía con dificultad de las olas, tenía la rigidez de los enfermos o los que tienen un dolor crónico. Fue y vino del mar varias veces.
Está fuerte el oleaje –repetía cada vez que volvía, aunque apenas se metía al agua.
Ella sonrió. Todos tenemos alguna tara. La suya era llamar a la gente equivocada en cuanto tomaba una copa de más. O tal vez tenía más de una.
El día anterior, después de la siesta, había contratado una sesión de shiatsu en el hotel. Necesitaba volver a su eje. La puerta del consultorio decía “Trabaja para ser feliz”. Golpeó con timidez. La terapeuta abrió y le sonrió, llevaba una bata blanca y un manojo de pequeñas flores en el pecho. La hizo acostar sobre una colchoneta y encendió un hornillo con aroma a lavanda.
Ella se arrepintió de haber silenciado el celular. Si M le mandaba un mensaje, no lo iba a escuchar. Casi al mismo tiempo se preguntó por qué carajo seguía esperando algo de él.
– Tenés desequilibrado el hígado –le dijo la terapeuta a los pocos minutos, con las dos manos apoyadas sobre su abdomen.
– ¿Por qué se desequilibra?
– Para la medicina china el hígado está regido por la ira… También percibo ansiedad. Si equilibrás el hígado te vas a sentir mejor.
Ella estaba furiosa con M, era cierto. Estaba tan enojada que ni siquiera había llorado. El amor era injusto; como el hígado, se desequilibra por nada. El agua de mar, en cambio, era generosa; “el iodo te limpia”, le dijo la terapeuta. Al final, le recomendó que tomara el jugo de medio limón todas las mañanas. ¿Un limón podría con su ira?
Ella decidió meterse al mar al final de la tarde. Luchar con el agua le vendría bien, se dijo, pero las olas estaban cada vez más grandes y le daba miedo. De vez en cuando largaba un grito y una risa nerviosa, como si fuera una nena. En el mar todos tenemos la misma edad. Ella tenía la edad en que una ola la había arrojado contra los brazos salvadores de su padre.
Cuando salió, no vio su manta rayada ni su termo floreado; tampoco encontró la bikini rosa. Los buscó con la mirada y después empezó a caminar hacia donde suponía que debían estar. En su lugar había unas promotoras con calzas y bocas rojas, paradas alrededor de otra chica que estaba acostada en la arena. Le decían que se iba a perder el “perreo” por dormir y se reían a los gritos moviendo la pelvis (¡pendejas!). Las espantó con la mirada. Pensó en sus perros, dos galgos que había adoptado hacía unos meses para salvarlos de las carreras. Seguían frágiles, con cicatrices, y la adoraban con ese amor tonto e incondicional de los perros. Corrió. Recordó que de chica también se había perdido en la playa y, como ahora, miraba las caras desconocidas con desesperación. Había buscado la camisa negra con florcitas de su madre durante mucho tiempo. ¿Cuánto dura el tiempo cuando estás perdida?
Después de un largo terror, la bikini rosa apareció. Agitada por la corrida, se arrodilló frente a la mujer:
Me pasó lo mismo que a vos –le dijo. Sintió que se confesaba.
Sin mirarla, la mujer le contestó con el tono de horas antes:
–Es que está fuerte el oleaje y te lleva para allá; no sé por qué siempre te lleva para allá.
No supo cómo pasó, pero pronto el agua había llegado a donde estaban y las obligó a juntar las cosas con rapidez. Ella perdió el vestido en la huida y no se despidió de la mujer.
A la noche, también estuvo a punto de perder una sandalia al subir al micro. En un acto reflejo miró el celular: ningún mensaje de M. En ese instante, empezó a acordarse de algo que había olvidado. Una frase que le había dicho el hombre que rescató a sus perros de la mafia de las carreras. ¿Cómo era? Ah, sí: “Las maldades nunca tienen sentido”. Lo repitió. Fue un murmullo intermitente que la acunó en el viaje de vuelta.
Ilustración: Maia Debowicz.
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Sonia Santoro
Escribió los libros Mariposas de río (Edelvives México-2021), Penélope recorre el mundo (Edebé México – 2017), Periodismo con G. Entrevistas en perspectiva (Ed. Biblos – 2016), Y un día me convertí en esa madre que aborrecía (Capital Intelectual – 2010), entre otros. Escribe en el diario Página/12. El amor se desequilibra por nada forma parte del libro El amor se desequilibra por nada y otros cuentos despavoridos, todavía inédito.