La vida de Leticia Soto, una mujer que nos interpela a todas
Por Verónica Dema*
Como mi mamá trabajaba en una oficina afuera de casa desde temprano hasta la noche, siempre teníamos una señora que ayudaba con la limpieza. Cuando éramos chicos, iban todos los días y eran también nuestras niñeras. No sé la cantidad de mujeres que conocimos con mi hermano. Algunas no duraban mucho tiempo, otras llegaban a ser como de la familia. A veces, les preguntábamos de dónde venían, cómo eran sus casas, quién las ayudaba a ellas. Conservo vagos recuerdos de aquellas épocas de meriendas, cariño y juegos con estas señoras de manos curtidas.
Ya más de grande, cuando volvía a General Cabrera, mi pueblo, algunos fines de semana de visita porque estudiaba en la ciudad, a menudo me encontraba con otras señoras que iban a limpiar o a planchar, ahora una vez por semana, porque no hacía falta más. Una de ellas fue Leticia Soto, Leti, una mujer sin edad, algo mayor, casi una niña, morocha, de pelo corto, petisa y gordita, de sonrisa fácil, conversadora o silenciosa, según la confianza. De esto hace ya unos 10 años. Nos vimos varias veces, intercambiamos algún comentario al pasar, un mate. Siempre intuí que en su vida anidaban los sacrificios de muchas mujeres. Ahora, cuando conseguí su celular y le mandé un WhatsApp para volver a vernos, me recordaba y dijo que sí enseguida. Sentía que era hora de conversar con Leti como un modo de hablar con muchas mujeres invisibles y sabias. Justo Don Omar se iba de viaje y ella iba a tener libres tres días. Casi unas vacaciones para sus semanas cargadas: entra a las 8 a la primera casa, ahí está hasta las 13.30, cuando parte para lo de otra patrona o patrón, según el día. De ahí, algún mandado para ella antes de volver en bicicleta a casa.
***
El hombre mira por la ventana. “¿Cómo es la chica? Debe ser esa que está del vecino. Andá a buscarla”. Leti sale a recibirme. Ella repasa conmigo las palabras de este hombre, quizá por decir algo que rompa el hielo. La casa está en un barrio en las afueras de un pueblo agropecuario del sur de la provincia de Córdoba. Está pintada de azul brillante, se destaca entre otras de paredes blancas emparchadas, con revoque a la vista. Él está instalado en la cocina en penumbras. Tiene una muleta a su lado. Su esposa le contó que van a entrevistarla pero él no se mueve. Con voz de macho, serio y quejoso, cuenta que se cayó de una bicicleta, que le habían puesto ya tornillos en esa pierna, que está de licencia, que la casa de él, que los arreglos de la casa de él. Leti asiente y dice sí, en voz bien baja, cada tanto. Su cara aniñada, redonda luce trágica ante las penas de ese hombre. Ese hombre, que la reta más que un patrón o un padre, es su marido desde hace 30 años.
-¿Hay algún lugar para que hablemos en privado, Leti? – pregunto.
Ella me mira y no dice nada. Él tarda unos segundos en levantarse. Sus pasos rengos, algo rápidos, dejan en el aire la sensación de que se queda con ganas de tirar algo o golpear sobre la mesa o dar un grito antes de salir del comedor.
**
Leti nació hace 46 años en un pueblo de Río Negro: Colonia Juliá y Echarren. Eran seis hermanas mujeres y una media hermana de un matrimonio anterior de su padre, que vivía en Bariloche. Dice que en Colonia fue a la escuela, que terminó la primaria y que al secundario lo dejó porque conoció al que sería su marido y se casaron cuando ella tenía 15 años por pedido de su padre. No quería que anduviera noviando, menos con un hombre de afuera (Martín Juárez, el cortejante, era de Santiago del Estero). Su padre siempre contaba la historia de una chica que se había ido con el novio a Corrientes, pero que allá él tenía otra familia y ella había quedado sola, lejos y sin nadie. Ese era su miedo. Leti fue obediente: se casaron en junio. En diciembre de ese año murió el padre de un infarto y, en febrero del siguiente, la madre. Cuando su marido terminó la cosecha de la manzana, le pidió que se fueran donde vivían sus padres, a un campo en Las Termas de Río Hondo. En el sur se quedaron sus hermanas, a quienes recién volvió a ver después de 22 años.
“Me fui y no volví más. Lo que sí supe es que mis tres hermanas más chicas, de cinco, siete y doce, quedaron con una madrina y después las llevó mi media hermana a Bariloche. Ella se hizo cargo de mis tres hermanas menores. Después me enteré que el marido de esa media hermana quiso violar a una de ellas y lo denunciaron. Después falleció esa hermana también, que era la más chica. Al hombre lo habían metido preso, creo”. Su trágico relato de vida no deja filtrar tristeza, habla como si contara algo ajeno.
-¿Qué recuerdos tenés de tu infancia?
-Fue buena. Yo veo que ahora muchos chicos tienen de todo y no se divierten. Nosotros hacíamos un caballito con una escoba y autitos. Yo no tenía hermanos varones y era como un varón en la casa. Vivíamos en una casita de madera y un día se nos quemó y quedamos sin nada. Teníamos una tía y nos fuimos con ella. Y en el pueblo todos nos juntaron ropa y después nos dieron otro terreno y nosotros nos hicimos la casa de material. Y entre esa ropa que venía había unos botines de esos Sacachispas, entonces, yo los usaba y me iba a jugar a la pelota. Era como un muchacho.
Leti se ríe, parece feliz al recordar cómo se rebelaba al molde de las nenas. Sigue su relato y cuenta que hacían autitos con las latas de arvejas, que salía con sus primos a pescar o a subirse a los árboles, o a resbalar sobre el manto blanco de la helada sobre el campito, como si anduvieran en patines. “Yo no jugaba con las nenas, me iba con los varones”, dice y ríe Leti, feliz de la hazaña.
Pero creció rápido. Y a los 12 ya se ocupó en un negocio, donde acomodaba la mercadería, cortaba fiambre, después le enseñaron a dar vuelto en la caja. “Ahí aprendí que no hay que tocar nada que no es tuyo”, dice. Y eso les enseñó a sus hijos.
Busca en las paredes de su casa y señala una de las fotos que decoran los ambientes. “Ahí estoy con mi papá; le decían El caballo, porque era grandote”, dice. Se ve a una jovencita con vestido. Fue el día del casamiento. Y luego señala otras fotos de hijos y nietos. “Me gusta ver las fotos ahí, todas juntas, te quedan los recuerdos. Los recuerdos de las fotos no se van”. Leti se contiene, como si estuviera bien entrenada para eso, pero se emociona igual, se lleva una mano a la sien y ahí la deja por largo rato.
También por decisión de su marido, se fueron a vivir a Cabrera. Él fue solo a desyuyar al campo y después consiguió trabajo fijo en una ponedora. Entonces, mandó a buscar a Leti y al primero de los cuatro hijos que tendrían. Al tiempo, su marido se enfermó de alergia y ya no pudo trabajar más en las ponedoras y Leti tuvo que salir a trabajar. No le fue fácil porque no conocía a nadie en ese pueblo. “Un día yo me iba con los dos chicos a buscar huevos y me ofrecí a ayudarle a llevar los bolsos a una señora mayor que salía del supermercado. Siempre la veía. Y me dijo que bueno. De ahí le ayudé y, después, conversando me preguntó si no quería hacerle mandados, después empecé a limpiarle la casa. Yo dejaba los chicos en la guardería municipal y me iba. Cuando no había guardería los llevaba conmigo”. Ese fue el primer trabajo y de ahí empezaron a recomendarla otras señoras para limpiar y cuidar chicos.
-¿Tenías ganas de tener hijos?
-Y bue…vinieron. Son cuatro, después no quise más. No estuvo la pregunta de ser madre: vinieron, los aceptaste, vinieron sanos, se criaron juntos conmigo -se ríe, y es una niña aun ahora- . El primero, el Fernando, llegó cuando yo tenía 16; la Gaby, cuando cumplía 18. Ahora quedamos solos de vuelta. Ya los chicos tienen todos sus parejas, sus hijos.
-¿Cómo fue criarlos de tan joven?
-Yo traté de hablarles, pero no siempre es fácil. El Fernando, por problemas que teníamos acá en la casa, se fue cuando tenía 16 años. Mi marido tomaba y en momentos de discusión él me terminaba pegando, entonces el Fernando se metió una vez y se rompió esa relación con el padre. Después ya no volvió. Se juntó con esa chica que tenía una nena, tuvo dos hijos más con ella. Después se separó, pero siempre ayudó a los hijos.
Habla de los episodios de violencia de género, pero como si quisiera restarles importancia para que no duelan de nuevo. El hombre del que habla, su marido desde hace 30 años, vive con ella y, desde que se fueron todos los hijos, están de nuevo solos. “A veces, yo pensaba que él tomaba y se ponía malo conmigo porque yo estaba sola, porque me vine lejos, porque mis padres fallecieron”, dice. Cuando habla, incluso yo trato de localizar a ese hombre que anda por la vereda, el garaje o el patio, con miedo de que pueda escucharnos, de que intente poner orden ante dos mujeres que hablan.
Los episodios de violencia empezaron, según ella recuerda, cuando el más grande de los chicos, Fernando, tenía cuatro años. “Los chicos sufrían al ver que él me golpeaba, o teníamos que salir corriendo. No sucedía siempre, pero sí de vez en cuando. Por eso una vez el Fernando se metió”.
-¿Tu hijo te pidió que te separaras?
-Nosotros nos habíamos ido a la casa de mi prima por parte de él. Y él nos iba a buscar; decía que no iba a buscarme a mí, sino que yo le devuelva los hijos. Y no: yo no voy a entregar a mis hijos. Él nos amenazaba y entonces nos volvimos, pero mi hijo Fernando no volvió.
-¿Hiciste denuncia cuando te pegó? ¿Le contaste a alguien?
-No, no. Nunca hice denuncia. Si vas y lo denunciás quedan ellos más encelados de lo que les hiciste y es peor la reacción que van a tener al volver a tomar después. Eso también te para de no denunciar. Ahora que mis hijos son más grandes, él sabe que los chicos van a intervenir y se paró todo eso. Gracias a ellos. Ellos están grandes y él sabe que iba a tener encontronazos, sabe que tengo quién me defienda. Mi hija siempre me dice: “Ya no tenés por qué aguantar eso, porque no nos tenés que mantener a nosotros. Vos tenés que decidir por vos ahora, no tenés que estar aguantando que te maltrate”.
Él sigue tomando cada fin de semana con sus amigos. Ella procura “no molestarlo” cuando ponen la cumbia a todo volumen, que ni el televisor se escucha en la cocina. Se conforma con mirar la TV muda y trabajar en la máquina de coser antigua que le regaló una patrona.
Leti dice que, más que miedo, siente impotencia frente a su marido, frente a lo que le tocó en la vida, también. “Porque siempre sentís que estás sola, que no podés hacer nada”, dice.
-¿Qué esperás de tu familia?
-Siempre les digo que hice lo que pude por ellos, trabajé para que ellos estudiaran. La ley es así: te crían, tenés hijos, se casan y se van. Nosotros hicimos lo mismo. Mis padres, porque fallecieron, pero quizá no los hubiera podido ver más.
-¿En qué lugar te sentís cuidada, querida?
-Mis patrones me tratan como familia. En esas casas me siento querida, y ellos te contienen. Yo, cuando tenía problemas, porque a mí no me gusta hablar de mis problemas de casa, andar comentando mis cosas, pero la patrona que tenía antes, la que ya falleció, ella era como mi madre, sabía cuando estaba triste o me pasaba algo. Con ella podía hablar. También hay patronas que están muy solas, que quisieran ver más a sus hijos. Yo acompaño a una señora que sufre de los nervios y que quiere dormir siempre. Ella se siente sola, necesita más la familia. Nosotras, las empleadas, tenemos que hacer el papel de la familia, acompañarla, contarle cosas.
Leti entra a la vida de sus patronas, como entró una vez a la casa de mis padres, y todo parece ordenarse: ella las cuida, les cocina, con una señora desayuna y almuerza; con otras, comparte unos mates por la tarde. Ella es experta en sostener una familia cueste lo que cueste. Uno la ve, la escucha hablar, incluso reír y tiene la sensación de que va a vivir buscando alguna familia que ella sienta que la quiera como es.
-¿Alguna vez pensaste que te pasó algo por ser mujer?
-La mujer siempre sufre más que el hombre. A veces, digo: ¿cómo no nací hombre? Andaría viajando, sería camionero, no tendría que andar fregando. Es más fácil para el hombre. Para las mujeres siempre hay cosas para sufrir, un problema que te lleva a estar mal, que te lleva a decir: ¿Por qué no nací hombre?
*Esta nota fue producida en el marco del Taller periodismo con G, dictado por Sonia Santoro.